EL gran Dios que creo todas las existencias, pasadas, presente y futuras no se vuelve nunca iracundo, vengativo ni airado. El hombre primitivo consideraba los accidentes como la ira de los dioses y espíritus, estas creencias se arraigaron en la mente humana por muchos milenios, aun al sol de hoy persisten estos viejos conceptos. Las calamidades de la comunidad se consideraban siempre castigo de un pecado tribal. Un fantasma airado se consideraba fuente de calamidades, mala suerte e infelicidad. Para los que creían que la prosperidad y la rectitud iban mano a mano, la aparente prosperidad de los malvados causó mucha preocupación, tanta que fue necesario inventar lugares infernales de tormento para el castigo de los que violaban los tabúes. Aun en los tiempos comparativamente actuales se ha creído que la enfermedad o las calamidades naturales son castigos por un pecado, personal, colectivo o nacional.
La mente de los seres humanos primitivos era lógica aunque contenía pocas ideas susceptibles de relaciones inteligente; la mente salvaje era inculta y totalmente desprovista de complejidad. Cuando un suceso seguía a otro, el primitivo los relacionaba como causa y efecto. Lo que nosotros como gente civilizada consideramos ahora superstición no era más que pura ignorancia para el salvaje. A la humanidad le ha costado aprender que no existe necesariamente relación entre propósitos y resultados. Los seres humanos acaban de empezar a darse cuenta de que las reacciones de la existencia aparecen entre los actos y sus consecuencias. El salvaje se esforzaba por personalizar todo lo abstracto e intangible, y así tanto la naturaleza como el azar se personalizan como fantasmas —espíritus— y más tarde como dioses castigadores.
Podéis ser víctimas casuales de un accidente de la naturaleza, de un infortunio humano, y sabemos muy bien que esos sucesos no están predeterminados de ningún modo ni provocados en ningún otro sentido por las fuerzas espirituales del planeta ni por el Padre.
Aunque la justicia divina es eternamente real y magníficamente perfecta, esta no es aplicada al mal ni al error, es aplicada a la iniquidad, la maldad pura y el pecado en todo su poder de manifestación, pero no la manera que esperaría una mente primitiva. La mayor penalización para tal suicida cósmico que se a fundido con la maldad real es la perdida de su forma individual, forma en la que el universo vivo (el Ser Supremo) experimenta y se hace consciente. Pero cuando tal ser se autodestruye, su ser personal y su alma llena de valores se funden en la Supraalma del universo, como una gota que regresa al mar. Dios a través de sus delegados divinos salva al pecador y al final extingue el pecado y la iniquidad. Pero nada real, nada de valor, se pierde en el universo, todo regresa a la Fuente de una forma u otra. Es por esto que el inicuo en rescatado de su propio mal uso de su individualidad y el amor de Dios lo restaura a su origen como parte del todo. A todo ser humano se le dio la mente donde el ser personal toma decisiones libres que le permiten mantener su individualidad o perder su individualidad.
Realmente un parte de cada padre humano vive en el hijo. El padre goza de prioridad y superioridad de comprensión en todo lo referente a las relaciones entre padres e hijos. Los padres son capaces de ver la inmadurez del hijo a la luz de su madurez y experiencia parental superior, de la experiencia más madura que posee el familiar de más edad. En el caso del hijo humano y el Padre Universal, el progenitor divino posee una compasión infinita y divina y una capacidad infinita y divinamente superior de comprensión amorosa. Al final, el perdón divino es inevitable; es inherente a la comprensión infinita e inalienable de Dios, a su conocimiento perfecto de todo lo relacionado con el juicio erróneo y la elección equivocada del hijo. La justicia divina es tan eternamente equitativa que lleva en sí necesariamente una misericordia comprensiva.
Cuando un ser humano sabio comprende los impulsos humanos y motivos de sus semejantes llegará a amarlos. Y cuando ya amamos a nuestros hermanos ya lo habemos perdonado. Esta capacidad de comprender la naturaleza humana —sus tendencias imperfectas y semianimales— y perdonar sus aparentes ofensas es semejante a Dios, es increíblemente divino. Si los que son padres son sensatos e inteligentes esta será la forma ideal en que amaran y comprenderán a sus hijos, e incluso los perdonaran cuando parezca que los malentendidos pasajeros los han apartado. El hijo puede ser inmaduro y no alcanzar a comprender bien la profundidad de la relación padre e hijo, por eso experimenta muchas veces un pesado sentimiento de separación con culpa cuando no tiene la plena aprobación de su padre; en cambio el verdadero padre nunca es consciente de ninguna de esas situaciones de separación. El pecado es una experiencia de la consciencia de los seres personales imperfectos y semiperfectos; no forma parte de la consciencia de Dios.
Nuestra incapacidad o falta de deseo de perdonar a vuestros semejantes es la medida de nuestra inmadurez, de vuestro fracaso en lograr la compasión, la comprensión y el amor maduro. Guardamos rencores y alimentamos ideas de venganza en proporción directa a vuestra ignorancia de la naturaleza interna y de los verdaderos anhelos de nuestros hijos y de nuestros hermanos. El amor es la manifestación del impulso de vida interno y divino. Está fundado en la comprensión, alimentado por el servicio generoso y perfeccionado en la sabiduría.
Nuestro Hijo Creador no se encarnó a nuestra semejanza ni se entregó para la humanidad para reconciliar a un Dios furioso deseoso de castigar al culpable, sino más bien para que la humanidad entera reconociera el amor del Padre y comprendiera su filiación con El.
Cuando pequeñitos e inmaduros y tenían que reprendernos, pensábamos que nuestros padres estaban muy enfadados, llenos de ira y rencor. Nuestra inmadurez e inexperiencia no nos permitía ver más allá del castigo para percibir el afecto correctivo y previsor de los padres. Pero cuando nos hacemos mayores ¿no sería insensato por nuestra parte aferrarnos a esa primera imagen infantil de nuestros padres? Como hombres y mujeres adultos, deberíamos apreciar el amor de nuestros padres en todas las medidas educativas de nuestra infancia. Y con el paso de los milenios ¿no debería la humanidad llegar a comprender mejor la verdadera naturaleza y el carácter amoroso del Padre Universal? ¿Qué provecho podemos sacar de las revelaciones espirituales si persistimos en ver a Dios como el viejo Yahweh colérico de algunos profetas y maestros primitivos? A a la luz clara de la Revelación deberíamos ver al Padre como ninguno de los que han vivido antes lo visualizaron. Al verlo de esta manera deberíamos regocijarnos de entrar en un reino donde dirige un Padre tan amoroso y deberíamos buscar que, en adelante, su voluntad de amor domine nuestro día a día.
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